Königsberg. 3 de marzo de 1789.
¿Cómo ser bueno? ¿Qué debo hacer? Mi respuesta no deja de sorprender a los que me escuchan, pero no puedo hallar otra. Porque no se trata de lo que debo hacer, sino de lo que debo querer. La moral es asunto de la voluntad, no de las manos o la conducta pública. Lo que importa es el querer, la intención. Ser bueno es tener buena voluntad o intención, querer lo correcto, en lucha perpetua con los deseos e intereses particulares. Solo en ese ámbito del puro querer puede moverme a mis anchas como persona racional, solo allí soy libre, y solo allí puedo darle la forma de lo ideal a mi vida.
En cuanto salgo al mundo, en cuanto paso de la intención a las acciones, me sumerjo en el engranaje de las causas y los efectos, de los medios y los fines particulares que nada tienen que ver con la libertad y el ideal universal del deber ser. Ahora bien. ¿Quiero esto decir que la moral se reduce a un puro querer ideal sin consecuencias? ¡Eso es absurdo! ¿Pero en qué mundo ha de cumplirse, entonces, ese querer ideal? No, desde luego, en el mundo de los fenómenos que describe la ciencia. ¿Entonces? ¿En cuál?...
El Mundo en sí, el Alma inmortal, Dios… Son las tres grandes ideas de la razón pura. Es imposible conocer o demostrar científicamente todo esto. Pero son supuestos (o, como prefiero llamarlos: “postulados”) necesarios de la razón en su aplicación a la vida moral. Sin ellos, el hecho moral sería racionalmente inexplicable. Si cabe hablar de una “fe racional” es esa fe lo que se precisa para afirmar tales postulados. El retorno de las ideas metafísicas en mi pensamiento no ocurre pues, del lado de la ciencia y el conocimiento (de allí se les expulsó para siempre), sino del lado de mis necesidades racionales como persona. ¡No debe haber otras para un ser en cuanto ser libre y moral!
(fuente: http://historiadelafilosofiaparacavernicolas.blogspot.com.es/)
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